sábado, 28 de julio de 2012

Niños del desierto, niños de ciudad: la educación Tuareg (2).


El lujo del chantaje.

Me hizo mucha gracia un día oír a un niño decir a su madre:
-Si no me das caramelos, no ceno.
La madre no mordió el cebo. Sin embargo, este tipo de método para obtener algo jamás se me había pasado por la cabeza. Si un niño no cena en Francia, no tiene nada de grave. Ya cenará mañana. En el desierto, nunca se sabe de qué estará hecho el mañana y por ello no se juega con lo que se da vida. Un tuareg en huelga de hambre es algo grave. Todo cuenta cuando se vive al filo de la navaja.

El frigorífico materno.

El frigorífico es el alma de muchos hogares franceses. Una de las primeras cosas que hace un niño al volver a la escuela es abrirlo, no solo para comer, sino para sentirse seguro. Es en Francia donde he descubierto hasta qué punto la comida puede tener un valor afectivo. Un niño nómada jamás comprueba si el saco de provisiones está lleno. Lo importante es que haya comido. Un occidental teme saltarse una comida porque desconoce lo que es el hambre, y vivirá esa comida como si hubiese sido un abandono. Los tuaregs no nos sentimos conectados con el saco de provisiones sino con el destino que nos empuja. Nuestro alimento es interior y, cuando no basta, nos entregamos al mektoub, el destino.

Padres amedrentados.

El miedo de los padres no ayuda al crecimiento de los hijos
. Paul, con seis 
años, volvió a casa sólo al salir de la escuela. La madre, cuando fue a buscarlo y no le vio, asustadísima llamó a la policía. Al entrar a casa, le encontraron jugando en el jardín. Dijo que había vuelto solo porque "quería hacerse mayor". Fue severamente castigado. Abdorhamane tenía siete años y estaba en la escuela del desierto. Sin decir nada a nadie, una buena mañana se calzó sus zapatos y se largó a su casa, a unos 10 kilómetros. Su padre se sintió feliz de ver llegar a su hijo y orgulloso de saberlo tan responsable. A pesar de la intranquilidad, lo principal era que había llegado. Al igual que Paul, quería hacerse mayor.

Los niños desbordados.

En París, los niños se ven saturados por una enorme cantidad de actividades impuestas por sus propios padres. Afectados estos por la angustia del vacío, se la transmiten a sus hijos. Hay que rellenar el tiempo a toda prisa. He conocido a niños que llevaban a cabo tres actividades diferentes cada día. Se divierten en cadena. No les queda tiempo para el ocio, la imaginación ni la lectura. Los niños no entran en el ritmo del tiempo, sino que son ellos los que se lo marcan. Al margen de la escuela, los niños del desierto eligen lo que hacen sin dar cuenta a los padres. Nunca se ve obligado a descubrir otras dimensiones ajenas a su naturaleza. Entre nosotros, es esencial que el niño viva su propio tiempo.

El valor de las cosas.

Para un niño del desierto, todos los objetos son preciosos y únicos. Recuerdo aquella cuchara de madera de mi madre que guardaba como si fuese un tesoro: no tenía valor alguno, pero sólo teníamos una y sin ella no podíamos cocinar. En Francia, el objeto carece de valor, los niños no necesitan hacer ningún esfuerzo para merecer lo que poseen. Cada vez que veo algún niño tirar sin escrúpulos su plato al cubo de basura, mi corazón sufre un vuelco. ¿Cómo explicarle que todo cuenta, que todo lo que nos trae la vida merece cierta consideración?

Hijos del silencio.

Un niño puede, en el desierto, pasarse las horas sin decir nada.Vive lo imaginario sin la ayuda de imágenes y no cuenta con muchas ocasiones de salir de sí mismo ni de su universo cotidiano. Su televisión es el horizonte. La lejanía es el único refugio de sus sueños, y el silencio, su vehículo. No se le oye jugar. En Francia, los niños nacen y crecen en el ruido, que les proporciona seguridad. Para ellos, el silencio es como esa noche tan negra que aterroriza a los niños. El vacío les inquieta. ¿Cómo enseñarles que el silencio es presencia?

Un mundo a su imagen.

En Francia, el universo del niño está moldeado a su imagen. Los juguetes, el entorno está moldeado a su imaginación. Las aulas están llenas de adornos, dibujos y colores. Más me extrañó la riqueza de los parques de atracciones. No tenía ni la menor idea de que se pudiese gastar tanta energía en crear un mundo ideal para los niños. El niño del desierto se construye él solo su mundo ideal. Nadie crea ni construye nada para él y tiene que evolucionar en un mundo hostil. Él mismo tiene que crear sus sueños. Como contrapartida, tiene dificultades para salir de su propio mundo. La sencillez es el apoyo más grande con que cuenta la inventiva.


La droga del escape.

La facilidad mata la vista; eso sí, la educa. Durante un largo viaje por el sur de Francia, vi a unos niños extremadamente tranquilos porque se pasaron todo el viaje jugando con su Game Boy. Cruzamos maravillosos paisajes y ni miraban de reojo la ventanilla. Y es que es más fácil zambullirnos en un universo que se parece a nosotros que permitir que nuestro espíritu sueñe por sí mismo. En Occidente, hay que escapar todo el tiempo y al precio que sea.
Nosotros no tenemos elección; la naturaleza nos envuelve. No podemos escapar de su mensaje, nos pone a prueba física y mentalmente. Vivimos en un mundo cerrado, pero no nos cerramos al mundo que tenemos dentro de nosotros mismos. Mientras, los occidentales habitan un mundo abierto al exterior, pero se cierran a sí mismos.  
Hay que lanzarse de cabeza a la vida. 
Lo virtual jamás tendrá la potencia de lo imaginario ni de la realidad. 

En el desierto no hay atascos, 
¿y sabes por qué? 
¡Porque allí nadie quiere adelantar a nadie!


Poesía de una madre a sus dos hijos:

A mis amores,
Mis ojos os ven cuando todo enmudece y duerme.
Vuestras palabras suenan como melodías en el fondo de mi corazón.
Vuestro olor permanece siempre en las ventanas de mi nariz porque nada ha podido borrarlo. 
Vuestro recuerdos son las dunas y montañas del valle de mi memoria.

Os habéis ido en busca del saber. Volved con él a mí.

Que el tiempo que hace avanzar la caravana del destino nos conceda una pausa. Será cuando cantemos al crepúsculo y dancemos toda la noche.

Douya.

Poema de un alumno a su madre:

Viento, tú que transportas la arena, lleva estas palabras a mi madre. Dile que me acuerdo de ella, de mi hermana, de mi cabra, de mi acacia y de mi duna. Me ocupo de cabras nuevas: las letras; de otros dromedarios: los números; de otras canciones: recitar lo aprendido en mis lecciones. 
¿Sabes? Entre nosotros, es el abuelo quien cuenta el pasado, y tú el presente, pero nadie conoce el futuro. En la escuela, tengo que describir el pasado, el presente y el futuro. Se llama conjugación.

Hay tantas otras cosas que no puedo describirte...

Incluso si el saber se convierte en una carga, lo cogeré e iré a verte.
Pero mira, aprendo un poco e iré a verte, porque cuento con tener un puesto en el futuro.

Aunque sea pequeño.

Targaïda.

Fuentes:

"Los niños del desierto" Moussa Ag Assarid, Ibrahim Ag Assarid.
http://www.elblogalternativo.com/2009/08/26/tu-tienes-reloj-yo-tengo-tiempo-entrevista-al-tuareg-moussa-ag-assarid/

1 comentario:

Concepcion Pou dijo...

Precioso, que triste que los niños de la ciudad pierdan tanto de naturaleza y a cambio se llenen de tecnología.
Hay que encontrar la manera de que recuperen estos conocimientos enterrados. Conozco un sitio donde los padres llevaban a los niños de noruegos se habían portado mal durante el año escolar. Durante 2 meses vivían en Cabañas de madera y se lavabn con el agua del río, como refrescos tenían el agua que había en el pozo, la comida se servia cuando estaba hecha y nunca sobraba nada. No había electricidad y su única compañía eran lo monos locales. Por los dibujos que habían dejado olvidados en la casa grande era obvio que sus padres les hicieron un regalo. Este magnifico LUGAR se llama kultural Camp en el río Gambia a 3 horas en coche de cualquier rastro de cultura consumista.